La verdad, no sé por dónde empezar. Así que empezaré por el principio:
Una mañana estaba en una reunión de antiguos alumnos, haciendo lo que se hace normalmente en nuestras reuniones de antiguos alumnos: jugar a volleyball. Y vi a dos amigos, Jorge y Alberto, hablar con una mujer que ni puta idea de quién era. Me dijeron que era la coordinadora del Campamento Urbano, mi cosa favorita de los veranos hasta 2011, y que no me acuerdo por qué dejé. Para los que no lo sepáis, es un campamento urbano grande, para gente de 15 a 18 años (y 20 y 22... joder, qué viejo me siento), en el que el hilo conductor y el objetivo más importante es preparar un minicampamento (mal llamado Campo de Trabajo, llevo luchando para cambiar ese nombre muchísimos años) para niños, en el que se diviertan, y adquieran valores para su vida diaria. Es la ostia.
Ciertamente, me picó el gusanillo. Los últimos años, cuando ya me tocaba cuidar de enanos, y no ser yo el propio enano, habían sido la ostia [Sí, ostia, sin hache. Porque me sale de la polla], y además estar con la gente de Villaverde, esa a la que veo mucho menos de lo que debiera, me molaba mucho. Aparte de que, joder, la última vez pillé cacho, y eso influye, para qué voy a mentir. Cuando me quise dar cuenta, estaba apuntado. A todo. Alberto y yo decidimos que queríamos vivir la experiencia completa: comer y cenar allí, hacer las dinámicas con el resto de monitres... no limitarnos solo a ayudar con el Campo de Trabajo, sino aprovechar al máximo la oportunidad. Y no solo eso, sino que además, había accedido a ser el prota de la cosa que más me gustaba de este campamento:
Imaginaos a todos los niños, en corro, después de cantar las típicas canciones de campamento, sentados esperando la llegada de un personaje extraño que ven todos los días. Los pequeños, superilusionados, los mayores tratando de descubrir quién está detrás del disfraz... y los medianos esforzándose por cumplir los valores de los que hace gala. Es lo más bonito del mundo.
A decir verdad, es solo un teatrito, de diez o quince minutos que se hace todas las mañanas para todos los niños y monitores y que es a su vez, el hilo conductor del Campo de Trabajo. Las cosas tratadas ahí son los valores del día (cariño, sabiduría, ilusión....) y se trabajan un poco antes de los talleres. Pero desde el primer año que lo hicieron, mi yo de enano soñaba con ser el prota. Se me había cumplido un sueño.
El lunes 13 empezamos con los niños, pero un par de días antes, Alberto y yo fuimos a comer con los monitores, y empezar nuestro campamento.
Si os digo la verdad, me resulta muy curioso pensar en ese momento. No podía evitarlo, y mi cerebro no dejaba de intentar averiguar con quien me iba a llevar mejor o peor, con quien podía tener más o menos cosas en común, quién iba a juzgarme por mi peculiar físico... Y mi cerebro (que no yo, ojo, que yo no me equivoco nunca) se equivocó por completo.
Todo comenzó a ser extraño cuando empezaron a decir las edades. El campamento se ofrece a personas de fuera de Madrid, de los colegios Vedruna, que están a punto de pasar a 1º o 2º de Bachiller, justo la edad con la que dejé de ir a este campamento. ¿Qué ocurre? Que yo he crecido, pero la edad a la que se ofrece no ha cambiado. Y de repente me encontré con gente que había nacido incluso en el 99. En el puto mil novecientos noventa y nueve. Haceos una idea, Kurt Cobain estaba remuerto, a las pesetas les quedaban dos telediarios. No me creía que personas nacidas en ese año no fueran niños. Y mucho menos que fuesen capaces de mantener una conversación sobre algo que no fuera el sabor del zumo que quieren con la merienda (el de melocotón y uva es el mejor y lo sabéis).
Otra vez que fallo estrepitosamente al prejuzgar. Al llegar la noche de ese primer día me doy cuenta de que estoy con personas que molan bastante, y que no es que ellos sean jóvenes... es que soy yo, que me estoy haciendo viejo. El sábado pasó y el domingo me hicieron ir a misa. A mí, a la persona más atea de la faz de la tierra. Pero me lo pasé bien, me dieron un djembé. Soy como un crío, me das algo con lo que jugar (o hacer música) y me estoy calladito y en mi sitio en cualquier parte.
Ni nos dimos cuenta, y estábamos en la noche previa al primer día. Nervios. Miedo a que las cosas salgan bien. Y yo, como tenía que ser el prota del teatrito, al llegar a casa (a las doce de la noche pasadas), tuve que prepararme el disfraz. Tenía que hacerme pasar por niño de 7 años. Esto es: taparme la perilla (al principio complicado, después fácil. Y no, afeitarse no era una opción), elegir ropa de crío, esconderme el pelo... y depilarme las piernas. Ahí estuvo lo complicado. ¿Habéis intentado hacer una cosa de un modo que os parece el mejor, y aunque claramente no lo sea, habéis seguido erre que erre por pura cabezonería? Pues eso resume bastante bien esa noche. Hasta las dos de la mañana. Y tenía que levantarme a las ocho.
Terminado todo me fui a la cama, con un montón de cosas que pensar: las reacciones de los niños cuando me viesen disfrazado, la aceptación que tendría mi taller (de Ritmo, pero de eso hablaré en la siguiente entrada), y cómo mutarían las relaciones entre los monitores. Porque esa es la cosa más interesante de los campamentos: juntar a un montón de adolescentes hormonados en el mismo sitio, con restricciones y siempre algo que hacer, a ver cómo se desesperan y qué hacen. Y no malinterpretéis el uso de la tercera persona en el anterior enunciado, yo soy más adolescente hormonado que cualquiera.
Acabo esta entrada prometiendo que, por suerte o por desgracia para vosotros, habrá más. Porque me apetece y porque este es mi blog y me lo follo cuando quiero. Ah, y os animo a construir una frase con la primera letra de cada párrafo. ¿Ya lo habéis hecho? Reíos a gusto.
Besis de melocotón y uva.